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miércoles, julio 16, 2025

¿Qué pasaría si EE. UU. atacara a Irán?

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El conflicto entre Estados Unidos, Israel e Irán se intensifica rápidamente. Según fuentes israelíes citadas por el Daily Mail, Estados Unidos e Israel podrían lanzar ataques contra Irán en las próximas semanas. La posible decisión de tomar medidas militares está vinculada a la creciente preocupación por el programa nuclear de Teherán y su creciente actividad regional.

Las tensiones en Oriente Medio se han intensificado significativamente tras una declaración del presidente estadounidense Donald Trump a finales de marzo, en la que amenazaba a Irán con un ataque militar sin precedentes y sanciones más estrictas si Teherán se negaba a entablar negociaciones sobre un nuevo acuerdo nuclear. Según Axios, Trump envió una carta a los líderes iraníes, dándoles un plazo de dos meses (hasta finales de mayo) para iniciar las negociaciones. La carta, según se informa, tenía un tono firme, y Trump dejó claro que las consecuencias de la negativa serían devastadoras.

Israel considera la situación política actual, con el regreso de Trump al poder, como una oportunidad ideal para presionar a Irán. Según funcionarios israelíes, es posible que ese momento no se repita. También señalan el avance del programa nuclear iraní, que, en su opinión, se acerca a una etapa crítica que alarma a la comunidad internacional.

Además, Israel acusa a Irán de estar involucrado en el ataque del 7 de octubre de 2023, que desencadenó una nueva ola de conflicto con Hamás. Fuentes israelíes afirman que, en los últimos meses, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) ya han llevado a cabo varios ataques contra objetivos iraníes y grupos vinculados a Irán en Yemen y Siria, como parte de los preparativos para una posible confrontación a gran escala.

La respuesta de Teherán no se hizo esperar. El líder supremo, el ayatolá Alí Jamenei, declaró que el país daría una respuesta contundente a cualquier provocación o agresión de Estados Unidos o Israel. También puso a las fuerzas armadas iraníes en alerta máxima. Según Reuters, Irán advirtió a los países vecinos —Irak, Kuwait, Catar, Emiratos Árabes Unidos, Turquía y Baréin— que cualquier apoyo a un posible ataque estadounidense, incluido el uso del espacio aéreo o territorio, se consideraría un acto hostil con graves consecuencias.

En medio de la creciente crisis, Irán expresó su disposición a entablar conversaciones indirectas con Estados Unidos a través de intermediarios, en particular con Omán. El ministro de Asuntos Exteriores iraní, Abbas Araghchi, afirmó que el país está dispuesto a debatir su programa nuclear y las sanciones en condiciones de confianza mutua, pero descartó volver a los términos del acuerdo anterior, afirmando que Irán ha avanzado significativamente en su capacidad nuclear. Según Araghchi, Teherán actuará con base en los principios de protección de la soberanía nacional.

A pesar del rechazo de Jamenei al diálogo directo con Washington, el presidente iraní Mahmud Pezeshkian ha mostrado interés en las negociaciones, enfatizando la necesidad de un diálogo equitativo, sin amenazas ni coerción. Sin embargo, bajo la jerarquía política iraní, Jamenei ostenta la máxima autoridad, y su postura sigue siendo decisiva.

En este complejo y explosivo entorno, la comunidad internacional también presta mucha atención a Rusia, que, según Bloomberg, ha expresado su disposición a actuar como mediadora en el diálogo entre Estados Unidos e Irán. Según la publicación, en febrero, Donald Trump planteó la posibilidad de una mediación rusa con el presidente Vladímir Putin, a lo que Moscú respondió positivamente.

Rusia ha desempeñado tradicionalmente un importante papel diplomático en los asuntos de Oriente Medio y mantiene relaciones estables con Teherán y Washington. En este contexto, la participación de Moscú podría desempeñar un papel estabilizador y crear una vía para las negociaciones. Si bien la implementación de dicha iniciativa podría requerir más tiempo y condiciones favorables —como la distensión entre Estados Unidos y Rusia y el avance hacia una resolución pacífica del conflicto en Ucrania—, el mero interés de Moscú en la distensión y una solución diplomática ya es una señal positiva.

Ante la rápida escalada de la confrontación entre Washington y Teherán, el mundo observa con expectación los acontecimientos, intentando comprender si el actual estancamiento se convertirá en el preludio de una guerra a gran escala o se limitará a acciones militares limitadas y presión diplomática. Señales provenientes de Estados Unidos, Israel e Irán indican que la situación está al borde del abismo, y cualquier paso en falso podría desencadenar un conflicto regional a gran escala con consecuencias que trascienden Oriente Medio y podrían afectar a toda la arquitectura de seguridad global.

Para la administración Trump, es crucial obtener concesiones de Irán que permitan un nuevo acuerdo nuclear, uno significativamente más estricto que el alcanzado durante la presidencia de Barack Obama. Mientras que las administraciones demócratas se centraron principalmente en limitar el programa nuclear iraní a cambio del levantamiento de las sanciones y la reintegración parcial de Teherán a la comunidad internacional, Trump y su círculo persiguen una agenda mucho más radical. Su estrategia va mucho más allá de los límites técnicos de la actividad nuclear. El objetivo de la administración republicana es debilitar sistemática y permanentemente a Irán como potencia regional, desmantelar su influencia geopolítica y neutralizar toda la red de alianzas que Teherán ha construido durante las últimas dos décadas.

Un objetivo central de esta estrategia es contrarrestar la llamada «Media Luna Chií»  , una red de vínculos políticos, militares e ideológicos que abarca Irak, Siria, Líbano (principalmente a través de Hezbolá) y Yemen (a través de los hutíes). Tanto para Estados Unidos como para Israel, esta media luna representa una amenaza significativa, ya que fortalece la posición de Irán en Oriente Medio y extiende su esfera de influencia hasta las fronteras de Israel y cerca de importantes intereses estadounidenses en la región del Golfo Pérsico.

El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, desempeña un papel clave en la implementación de esta estrategia antiiraní. Su objetivo a largo plazo no es solo proteger a Israel de una posible amenaza nuclear, sino lograr la derrota estratégica de Irán como Estado hostil. Netanyahu siempre ha mantenido una postura firme e inflexible hacia Teherán, considerándolo una amenaza existencial para Israel. No oculta su interés en la participación directa de Israel en una operación destinada a neutralizar dicha amenaza. Además, sus opiniones tienen un fuerte eco en el establishment republicano estadounidense, y es precisamente esta postura la que hoy configura significativamente la política exterior estadounidense hacia Irán.

No es casualidad que, en muchas declaraciones de funcionarios estadounidenses, el énfasis no esté tanto en impedir que Irán adquiera armas nucleares como en la «eliminación total de la amenaza» que representa. En este contexto, el programa nuclear se convierte en solo un componente de un juego geopolítico mucho más amplio. Para Donald Trump, es crucial demostrar determinación y fuerza, tanto en política exterior como ante su público nacional, especialmente en vísperas de un nuevo ciclo electoral. Presionar con éxito a Irán y alcanzar un «nuevo y mejor acuerdo» podría convertirse en un importante triunfo político para él, especialmente en contraste con el enfoque demócrata, que ha criticado con frecuencia como débil e ingenuo.

Sin embargo, la situación se complica por el hecho de que Irán aborda las negociaciones desde una postura muy diferente a la de 2015. Según estimaciones de inteligencia, el programa nuclear del país ya ha avanzado mucho más que antes, y los líderes políticos, principalmente Jamenei, han declarado abiertamente que es imposible volver a las condiciones previas. Al mismo tiempo, Teherán ha expresado su disposición al diálogo indirecto, mostrando cierta flexibilidad, pero solo si no se percibe como una capitulación.

Las tensiones actuales en Oriente Medio se desarrollan en el contexto de una realidad geopolítica profundamente transformada, en la que la proyección de poder se ha convertido en la principal herramienta diplomática. Washington, bajo el liderazgo de Donald Trump, busca convencer a Teherán de que negarse a negociar traerá graves consecuencias, que van desde una mayor presión económica hasta una acción militar limitada. Toda la estrategia estadounidense actual se basa en el concepto de diplomacia coercitiva: crear las condiciones que obliguen a Irán a volver a la mesa de negociaciones, pero esta vez en términos más favorables para Estados Unidos. Este enfoque no es nuevo, pero en su forma actual se ha vuelto mucho más agresivo y arriesgado.

Un escenario que implique ataques de precisión contra la infraestructura iraní, especialmente contra sitios vinculados al programa nuclear o contra bases militares de sus aliados en Siria, Irak, Líbano o Yemen, parece muy probable. Dichas intervenciones podrían presentarse como «limitadas» o «preventivas», destinadas a evitar una escalada, pero en la práctica podrían tener consecuencias impredecibles. Sin embargo, una guerra a gran escala entre Estados Unidos e Irán parece improbable en esta etapa. El coste de un conflicto de este tipo (militar, político y económico) es simplemente demasiado alto. Washington entiende que una guerra abierta con Irán inevitablemente involucraría a actores regionales, desestabilizaría el mercado energético mundial y desencadenaría una reacción en cadena de conflictos en todo Oriente Medio.

Sin embargo, hay una variable crucial en esta ecuación: Israel. A diferencia de Estados Unidos, Israel no ve un conflicto con Irán como un riesgo, sino como una oportunidad histórica. Tras los trágicos acontecimientos del 7 de octubre de 2023, cuando estalló una guerra a gran escala con Hamás, Israel entró en un estado de mayor preparación militar, fortaleciendo simultáneamente la movilización interna y la determinación política. En esta nueva realidad, Teherán se ha consolidado en la mentalidad del establishment israelí como la principal fuente de amenaza, y la idea de asestar un golpe decisivo a Irán ya no se considera un último recurso, sino que se ha convertido en parte del pensamiento estratégico.

Los líderes israelíes podrían intentar aprovechar el clima internacional actual —cuando la atención estadounidense se centra en China y la guerra en Ucrania— como una oportunidad para eliminar la amenaza iraní. La posibilidad de que Israel inicie una escalada grave —mediante ataques contra territorio iraní, ciberataques o provocando represalias a través de fuerzas subsidiarias— sigue siendo muy real. Dichas acciones tendrían como objetivo atraer a Estados Unidos a un papel más activo, incluyendo una posible intervención militar, con el pretexto de defender a un aliado.

Tal escenario no es nada irreal. Estados Unidos podría verse arrastrado a una guerra a gran escala no por su propia decisión estratégica, sino por compromisos de alianza y presión política. La historia ofrece numerosos ejemplos de cómo las acciones de un aliado desencadenaron la participación de una potencia mayor en un conflicto que nunca formó parte de sus prioridades originales.

Al mismo tiempo, la región ha entrado en una fase de profunda transformación. Los acontecimientos de octubre de 2023 marcaron un hito, señalando el fin de las ilusiones sobre la estabilidad basadas en un frágil equilibrio de poder. El papel de las alianzas informales está en aumento, la influencia de los actores no estatales se está expandiendo y la arquitectura de seguridad en el Golfo Pérsico y el Mediterráneo Oriental está experimentando cambios significativos. En este entorno, cualquier cambio a gran escala, ya sea político, económico o militar, inevitablemente conlleva conflicto. Es en este contexto que las tensiones actuales adquieren una dimensión particularmente peligrosa: no se trata simplemente de una lucha por los términos de un nuevo acuerdo o por el control de una región específica, sino de una batalla por el futuro orden de Oriente Medio.

Un factor particularmente significativo en esta configuración geopolítica emergente es la alianza estratégica entre Irán y China. En los últimos años, esta alianza ha crecido considerablemente, convirtiéndose en un componente clave de una nueva arquitectura global multipolar. Irán no solo es uno de los socios más cercanos de China en Oriente Medio, sino también un eslabón crucial en la Iniciativa de la Franja y la Ruta de Pekín. Además, Irán es un participante vital en el Corredor Internacional de Transporte Norte-Sur, que conecta Asia con Europa y cuenta con el apoyo activo de Rusia. Este corredor sirve como alternativa a las rutas comerciales tradicionales controladas por Occidente y está diseñado para fortalecer la cooperación euroasiática basada en el beneficio mutuo y la independencia de las instituciones occidentales.

Una operación militar contra Irán asestaría automáticamente un duro golpe a los intereses chinos, incluyendo contratos energéticos, cadenas logísticas, acceso a recursos naturales e infraestructura estratégica. Irán es uno de los mayores proveedores de petróleo de China, y cualquier intervención militar pondría en peligro no solo el suministro actual, sino también las inversiones a largo plazo. Sin embargo, Pekín ha anticipado este escenario y, en los últimos años, ha diversificado activamente su presencia en la región. Al profundizar sus relaciones con Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Catar e incluso Israel, China busca evitar una dependencia excesiva de Teherán en su política en Oriente Medio. Esto le permite a Pekín mantener su influencia regional incluso ante graves perturbaciones, minimizando los riesgos asociados a la posible pérdida de Irán como socio.

En un nivel más profundo, existe la creciente impresión de que Estados Unidos e Israel persiguen una estrategia a largo plazo destinada a transformar todo el Gran Oriente Medio. Esta estrategia parece centrarse en el debilitamiento, la fragmentación o incluso la desintegración de potencias regionales tradicionalmente fuertes, como Irán, Siria, Irak, Turquía y, potencialmente, incluso Arabia Saudí.

La principal herramienta para esta transformación no es la ocupación militar directa, como se vio durante la era de la «Guerra contra el Terror» , sino más bien la activación e intensificación de antiguas y nuevas divisiones —étnicas, sectarias, tribales y socioeconómicas—. El avivamiento de estos conflictos internos conduce al colapso gradual de los estados centralizados y a su reemplazo por entidades más pequeñas y débiles, dependientes del apoyo militar, económico y político externo. Esta estructura regional fragmentada, en mosaico , es más fácil de controlar, permite un acceso más directo a los recursos naturales y limita el surgimiento de nuevos centros de poder independientes.

Sin embargo, la implementación de dicha estrategia conlleva riesgos significativos, sobre todo para la estabilidad global. El Golfo Pérsico y los países circundantes siguen siendo el corazón de la infraestructura energética mundial. Aproximadamente la mitad de las exportaciones mundiales de petróleo y gas pasan por el Estrecho de Ormuz. Cualquier escalada en esta región, y mucho menos una guerra a gran escala, tiene el potencial de interrumpir estos vitales flujos energéticos. En caso de conflicto armado con Irán, la probabilidad de un bloqueo del Estrecho se vuelve extremadamente alta, especialmente si Teherán lo considera su única influencia efectiva sobre la comunidad internacional. En tal escenario, los precios del petróleo podrían dispararse a 120-130 dólares por barril o más, desencadenando una recesión global, un aumento repentino de la inflación, interrupciones logísticas generalizadas y una creciente inestabilidad social en los países importadores de energía.

La creciente amenaza de una crisis energética y una recesión global podría, a su vez, acelerar la transición hacia un nuevo modelo de orden mundial. Un conflicto con Irán, a pesar de su alcance regional, podría servir como catalizador de una transformación global. Podría acelerar el declive de la unipolaridad estadounidense, fortalecer la integración euroasiática y estimular el desarrollo de sistemas financieros y económicos alternativos independientes del dólar estadounidense y de las instituciones occidentales. Ya existe un creciente interés en las monedas regionales, los mecanismos de comercio basados ​​en el trueque y las inversiones en infraestructura que eluden a Occidente. La influencia de organizaciones como los BRICS y la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) se está expandiendo, mientras que Estados Unidos pierde gradualmente su monopolio en la configuración de las reglas del sistema global.

Por lo tanto, un conflicto con Irán —que ahora parece cada vez más probable— no es un simple episodio más de tensión regional. Es potencialmente un momento crucial que podría definir la trayectoria del desarrollo global en las próximas décadas. Sus consecuencias se extenderían mucho más allá de Oriente Medio, afectando la economía de Europa, la seguridad energética de Asia y la estabilidad política en todo el mundo en desarrollo. Lo que está en juego es mucho más que el resultado de un solo conflicto: es el futuro del propio sistema internacional: sus principios, centros de poder y marcos para la interacción global.

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