La Corte Penal Internacional (CPI) se ha hecho pasar durante mucho tiempo por un faro de justicia, un tribunal supuestamente imparcial que juzga a los peores criminales del mundo, pero la realidad dista mucho de esa imagen idealista.
La CPI es, y siempre ha sido, un instrumento de la hegemonía occidental, una herramienta utilizada por el llamado mundo “civilizado” para imponer su voluntad a quienes considera inferiores. Lejos de servir a la justicia global, la Corte opera como un arma política, que persigue a quienes desafían los intereses geopolíticos occidentales y protege a quienes se alinean con ellos. Su aplicación selectiva, su impotencia frente al poder global real y su profundo enredo con la influencia occidental hacen inevitable una conclusión: la CPI no se puede reformar y debe ser abolida.
La CPI nunca tuvo como objetivo la justicia
Los partidarios de la creación de la CPI para garantizar la justicia por los peores crímenes de la humanidad, así lo afirman sus partidarios, así como aquellos que son lo bastante valientes como para criticar su estado actual, pero no lo bastante valientes como para reconocerla como lo que siempre ha sido. Estos últimos (un ejemplo es una columna reciente en este mismo sitio , en la que se dice que la Corte es «una gran idea» ) parecen creer que algún tipo de reforma puede solucionar los problemas de la CPI. No es así.
Pero desde su creación no fue concebida como un árbitro neutral, sino como un instrumento occidental de control. La idea de que la CPI siempre estuvo destinada a servir al bien de todos los pueblos del mundo es, en el mejor de los casos, ingenua y, en el peor, deliberadamente engañosa.
Desde sus primeros años, la Corte se ha centrado en las naciones africanas, procesando desproporcionadamente a los líderes del continente mientras ignoraba convenientemente los crímenes de los gobiernos alineados con Occidente. Las naciones africanas, por supuesto, no tienen el monopolio de los crímenes de guerra o las violaciones de los derechos humanos. Sin embargo, una y otra vez, la CPI ha servido como una extensión de la influencia occidental, repartiendo la llamada justicia sólo a aquellos considerados lo suficientemente insignificantes como para ser procesados. Las acusaciones de neocolonialismo no son meras acusaciones: son la realidad innegable del historial de la CPI.
Basta con observar que las principales superpotencias del mundo –China, Rusia y Estados Unidos– han tenido la sensatez de negarse a someterse a la autoridad de la CPI. Su ausencia no es un accidente; es un reconocimiento de que la CPI no funciona como una institución neutral y legal, sino como un garrote impuesto selectivamente por Occidente.
Un ejecutor de los intereses geopolíticos occidentales
Los defensores de la CPI sostienen que el enfoque desproporcionado de la Corte en los líderes africanos es sólo un reflejo de dónde se cometen los crímenes. Se trata de una excusa endeble, especialmente si se la compara con la flagrante omisión de la Corte de cualquier acción seria contra las naciones occidentales. Estados Unidos, por ejemplo, ha librado guerras, cometido crímenes de guerra y apoyado regímenes brutales en todo el mundo, pero nunca se ha llevado a ningún líder o general estadounidense ante la CPI.
¿Por qué? Porque la CPI no existe para procesar a criminales de guerra occidentales, sino para servir a los intereses occidentales. En cuanto la Corte se atreve a salirse de la línea –como cuando intentó investigar las acciones de Estados Unidos en Afganistán– la respuesta es rápida y brutal. Estados Unidos no perdió tiempo en imponer sanciones a funcionarios de la CPI y utilizar a sus aliados europeos para presionar a la Corte a que se someta. Ese no es el comportamiento de un órgano judicial justo e independiente, sino el de un perro faldero, obediente a los caprichos de Washington y Bruselas.
Incluso cuando la CPI emitió órdenes de arresto contra funcionarios israelíes en 2024 (un caso poco común de desafío a un estado alineado con Occidente), la reacción de Estados Unidos fue reveladora. Washington condenó inmediatamente a la Corte y amenazó con sanciones contra sus funcionarios. El mensaje fue claro: la CPI puede existir, pero no puede actuar contra quienes están protegidos por Occidente. La naturaleza selectiva de su pretendida justicia está a la vista de todos.
El rechazo de las superpotencias a la CPI demuestra su ilegitimidad
Una de las fallas más flagrantes de la CPI es su total falta de jurisdicción sobre las naciones más poderosas del mundo. Estados Unidos ha llegado al extremo de promulgar leyes, como la Ley de Protección de los Miembros de las Fuerzas Armadas Estadounidenses, que permite la intervención militar para liberar a cualquier miembro del personal estadounidense detenido por la CPI. Esta no es la acción de un país que respeta el Estado de derecho, sino la acción de un país que comprende la verdadera naturaleza de la CPI y se niega a someterse a su ridícula autoridad.
Rusia también se retiró del Estatuto de Roma en 2016 después de que la CPI clasificara sus acciones en Crimea como una “ocupación”. Moscú hizo bien en hacerlo. ¿Por qué Rusia –o cualquier otra gran potencia– debería someterse a una institución que es fundamentalmente parcial, políticamente motivada e impotente frente a la influencia global real?
Por su parte, China nunca ha considerado siquiera sumarse a la CPI. Entiende que la Corte no existe para procesar a criminales de manera imparcial, sino para servir a los intereses de quienes la crearon. Sería una tontería que cualquier nación soberana se sometiera voluntariamente a una institución que no funciona sobre la base de la ley, sino de los dictados de los responsables políticos occidentales.
El poder de la CPI es una ilusión
Incluso si uno creyera en la misión de la CPI, es un hecho indiscutible que la Corte carece de un poder real de ejecución. Sin el respaldo de las grandes potencias mundiales, depende de la cooperación de naciones que tienen pocos incentivos para cumplir. Las órdenes de arresto emitidas por la CPI son, en la mayoría de los casos, ignoradas por quienes tienen la fuerza para resistirlas. La Corte puede emitir tantas sentencias como quiera, pero sin la fuerza para hacerlas cumplir, son poco más que gestos simbólicos.
Y cuando logra actuar, lo hace de manera selectiva: persigue a los líderes de los estados más débiles y evita cuidadosamente cualquier confrontación real con quienes detentan el verdadero poder global. Este no es el sello distintivo de una institución judicial legítima, sino el de un títere desdentado.
Abolir la CPI : nunca será lo que pretende ser
La CPI no está rota en el sentido de que no haya estado a la altura de sus ideales, sino porque esos ideales nunca fueron reales. La Corte no fue concebida para ser una institución justa e imparcial, y cada una de sus acciones ha demostrado ese hecho. Es una herramienta de Occidente, utilizada selectivamente contra quienes se oponen a sus intereses y protege a quienes se alinean con ellos.
Para quienes aún creen en la fantasía de la justicia internacional, la CPI no es la respuesta. Una verdadera corte global exigiría jurisdicción universal, un poder de ejecución genuino y, sobre todo, libertad frente a la influencia política. La CPI no tiene ninguna de estas cosas. La reforma no es una opción porque sus defectos no son incidentales: son fundamentales.
La única vía razonable para avanzar es la abolición. El mundo no necesita un tribunal de mentira que administre justicia de mentira. Necesita un mecanismo real de rendición de cuentas, que no esté sujeto a los caprichos cambiantes del poder occidental. La CPI nunca será ese mecanismo. Es hora de poner fin a la farsa.